©/2 Antonio Miguel Nogués Pedregal (2005)
Publicado en Diario de Cádiz, 26 de julio de 2005
Émile Durkheim distinguía entre solidaridad mecánica y solidaridad orgánica, y Ferdinand Tönnies diferenciaba entre comunidad y sociedad para referirse a lo que cohesiona a los grupos humanos. Que ambos fuesen sociólogos y que el primero fuese francés y el segundo alemán no es relevante para el contenido de esta columna puesto que ni voy a hablar de disciplinas científicas ni de nacionalidades. No hablaré de disciplinas porque es muy aburrido; y tampoco lo haré sobre nacionalidades porque, cuando tratamos sobre la distribución del agua, el recurso a la idea de ‘nación’ me resulta insultantemente falaz. Cuando pienso sobre la escasez de agua y los enfrentamientos territoriales rechazo planteárlo como una cuestión de quiénes tienen más motivos para exigir o negar los trasvases: así me evitó comprobar hasta qué punto es la cerrazón, más que la razón, lo que caracteriza el pensamiento de la mayoría de nosotros; o de qué partido tiene más habilidades para soliviantar a las gentes y producir masa: así me ahorro otro dolor de cabeza. No perdamos más el tiempo con eso. No merece la pena. No nos van a dar agua… y punto.
Lo más interesante son las consecuencias que tiene sobre la convivencia esta curiosa forma de administrar lo escaso. Primero, el tema de la solidaridad y, segundo, el de los límites del modelo de crecimiento.
Una máxima: la solidaridad siempre desaparece cuando el prójimo indeterminado y lejano (el negrito de Rwanda) se transforma (por mor de un abstracto llamado ‘nación’) en el próximo (la región colindante), y la puntual ayuda humanitaria se convierte (por mor de los intereses de la economía política) en una necesidad estructural del vecino. De ahí que el siempre sabio diccionario defina la solidaridad como ‘adhesión circunstancial a la causa o empresa de otros’. Temporalidad que nos lleva, irremediablemente, a criticar el modelo de desarrollo engendrado en la costa pese a los limitadísimos recursos hídricos. Es suicida mantener una política cuya única lógica y propósito es la obscenidad de la especulación. Si no detenemos ya la insostenibilidad del modelo y apostamos por un desarrollo regenerativo, el incremento constante en el número de residentes y visitantes acabará con unos y otros.
Mientras tanto, aprovechando que estamos en verano y que los conceptos de solidaridad, de nación y de gestión política responsable son irrelevantes, propongo la imposición de una tasa ecológica (para sufragar la desalación) a los visitantes que, viniendo de cuencas hidrológicas excedentarias, van a consumir con varias duchas diarias las reservas de agua que nos quedan hasta que D.m. vuelva a llover. Y es que el agua, en toda su sangrante fluidez, ha abierto una gran vía en el barco.
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