©/2 Antonio Miguel Nogués Pedregal (2009)
Con Bolonia o sin Bolonia la Universidad necesita cambios urgentes y drásticos. Y porque son drásticos es necesario que todos, en calidad de ciudadanos (votantes y contribuyentes) sepamos lo mucho que está en juego. El llamado “Plan de Bolonia”, así se conoce al proceso de armonización de la enseñanza universitaria en Europa, va a afectar de manera muy directa a todo el mundo: desde albañiles, limpiadores, maestras, taxistas, militares, ingenieras y representantes de comercio, hasta agentes inmobiliarios, escayolistas, marineros, abogadas y peones, pasando por mecánicas, arquitectos, conductoras de autobús, policías municipales y nacionales, enfermeras, economistas y auxiliares administrativos.
Así es. Es un error creer que Bolonia afectará sólo a la comunidad universitaria, sea en la oferta de carreras para estudiar, o en la carrera académica de los docentes. Muy al contrario, la “reconversión” de Bolonia afectará a todos y cada uno de los que constituimos la sociedad, de igual manera que han afectado las distintas modalidades de reconversión llevadas a cabo con anterioridad en otros sectores. En los años ochenta las primeras “reconvertidas” fueron aquellas empresas estatales de la industria pesada (por ejemplo, astilleros, minería y altos hornos) que mostraban unas cuentas de resultados en las que los costes de producción (sobre todo, de mano de obra) las hacía poco rentables en el libre mercado. En la década de los noventa, aunque por otros motivos, fueron las empresas de sectores estratégicos como las telecomunicaciones o la energía (por ejemplo, telefónica o repsol) las que, en un proceso de convergencia con el euro, se “reconvirtieron”. Con el nuevo siglo, las multinacionales grandes y pequeñas de sectores como por ejemplo, el automóvil, las nuevas tecnologías o los textiles y calzados se siguieron “reconvirtiendo” y re-localizaron su producción hacia países emergentes. Es durante esta primera década del XXI, y sobre todo a partir de 2010, cuando presenciaremos la “reconversión” de la enseñanza universitaria y, con bastante probabilidad, también la de la sanidad.
Al igual que ocurrió en astilleros en los años ochenta, en telefónica en los noventa, o en las fábricas de automóviles en esta década, en la Universidad también sobra mucha gente. Aquellas “suspensiones de pago” se llaman hoy “expedientes de regulación de empleo” (ERE), pero la justificación siempre es la misma: los bajos índices de productividad empresarial (o sea, la disminución de los “rendimientos del capital” o beneficios empresariales) o la privatización de antiguos monopolios estatales, hicieron imprescindible la reforma de aquellas empresas. En la Universidad también ocurre lo mismo.
La Universidad ya no es rentable: una constante necesidad de inversión en renovar de los materiales e infraestructuras docentes e investigadoras (laboratorios, aulas, libros, ordenadores, despachos, licencias de programas informáticos…), un elevado coste de su mano de obra (personal docente e investigador, y de administriación y servicios), y unos mínimos índices de productividad en el plano académico. Esta productividad medida, sobre todo, en el alarmante descenso del número de matriculados, una empleabilidad de baja calidad entre los egresados (contratos basura y/o “mileuristas”), poquísimas patentes de investigación y una producción científica de relevancia algo menos que escasa, hace que cualquier desembolso en mejorar las medios materiales o las condiciones salariales sea considerado un “gasto” en vez de una inversión. Por estas razones la Universidad española necesita urgentemente una reforma radical, esto es, una reforma que vaya a la raíz del problema. Cualquier atajo no servirá para nada.
Sin embargo las tres recetas clásicas del neo-liberalismo (privatización, reducción de plantilla, y relocalización de la producción) son de difícil aplicación a la enseñanza universitaria europea. Primero, la universidad no se puede privatizar de manera expeditiva porque esto acarrería demasiados problemas políticos, e incluso es posible que hasta alguna revuelta estudiantil; además, en el plano ideológico, una rápida privatización de la universidad supondría un retroceso que, en teoría, debería de ser difícilmente aceptable para una buena parte de la sociedad europea. En segundo lugar, al menos en el caso de España, la reducción de plantilla tampoco es factible en el corto plazo porque el clientelismo ha sobredimensionado muchas áreas de conocimiento (departamentos) hasta más allá de lo absurdo; lo que hace muy difícil que ahora se pueda “reconvertir” de la noche a la mañana sin dinamitar las relaciones personales ya comprometidas. Tercero, la universidad tampoco se puede re-localizar, porque si en España está claro que no podemos competir en sectores productivos (y para muestra el botón de esta crisis), lo único que falta es que, además, trasladásemos la posibilidad de competir en la producción de conocimiento. Y cuarto, en vista de los recortes que la austeridad presupuestaria neoliberal impone sobre el llamado “gasto” social, la universidad no puede pretender que, a la vista de lo conseguido, se le mantenga una cuantía como si fuera una inversión a fondo perdido.
¿Cómo solventar pues ese saco sin fondo en el que se ha convertido una universidad española que, según las cifras, cada curso tiene menos estudiantes; que no es capaz de ofrecer respuesta a las “necesidades y demandas de la sociedad”; que está mohosa desde la cabeza a los pies por uno de los sistemas de reclutamiento más nepotistas que aún existen y que, por esta causa, su absoluta mediocridad no la hace precisamente lo que se dice, un semillero de premios nobel en materias otras que literatura?
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