Antonio Miguel Nogués Pedregal

©/2 Antonio Miguel Nogués Pedregal (2009)

Excepto los eremitas impenitentes, el resto de los seres humanos tenemos una natural tendencia a agruparnos. En el grupo siempre hemos encontrado seguridad ante las amenazas de un entorno hostil, bienestar, confortabilidad y, sobre todo, los medios necesarios para la supervivencia como especie. Es esta característica naturalmente social de los seres humanos la que nos lleva a formar toda suerte de asociaciones: desde las formas más simples de asociación, como pueden ser la familia o el grupo de amigos, hasta las formas más complejas de integración socio-política como pueden ser el estado o los organismos internacionales. Entre ambas, todo un abanico de manifestaciones de asociacionismo formal e informal como son clubes de fútbol, amigos del buen vivir, hermandades religiosas, fratrías, partidos políticos, asociaciones de vecinos, colectivos de aficionados al billar a tres bandas… que, en líneas generales, tienen como característica central una comunión de intereses y un sentimiento subjetivo de constituir un todo, que diría Max Weber. Sin embargo, por unas razones que están por concretar, esta misma tendencia natural a la creación social de grupos, corre pareja con otra tendencia, histórica esta vez, que construye a esos grupos de manera excluyente entre sí. Esta oposición, basada en las dualidades muy estudiadas por Lévi-Strauss, entre el nosotros y el ellos se manifiesta, por lo general, en forma de rivalidad simbólica en fiestas, encuentros deportivos, uso de términos, etc. Esta polaridad impide que, por ejemplo, salvo casos extremos de desdoblamiento de personalidad, alguien pueda ser socio del Real Madrid y del Barcelona, o católico y protestante al mismo tiempo. Desgraciadamente, esa mutua exterioridad con la que se construyen los grupos culturales llega incluso a materializarse en la eliminación física del contrario.

La rivalidad que se mantiene en el plano simbólico es muy efectiva, pues su manifestación estética (en atuendos, habla, lugares de encuentro…) sirve como identificador y aglutinante del grupo, y de cohesión frente a otros grupos. Ahora bien, mientras que en determinados contextos una fuerte identidad grupal garantiza la continuidad del conjunto y enriquece la pluralidad cultural de la que disfrutamos en el mundo, se convierte, sin embargo, en un lastre cuando de lo que hablamos es de la generación de conocimiento. Porque es de eso, y no de otra cosa, de lo que deberíamos estar hablando cuando hablamos de la Universidad y del Plan de Bolonia, sobre todo, si realmente queremos construir lo que quiera que sea una sociedad del conocimiento.

En España la universidad agrupa administrativamente a los estudiantes en Facultades o en Escuelas dependiendo de las titulaciones que cursen. Para organizar la docencia, por otra parte, se agrupa al profesorado en departamentos que, en líneas generales, son unidades de carácter organizativo que facilitan la gestión de los asuntos diarios. Dentro de los departamentos existen, de manera muy discreta, las áreas de conocimiento. No obstante este silente e incluso afónico papel, son las áreas las que, en último extremo, imparten la docencia y forman a los profesores y profesoras de universidad. Voy a defender que lo que habría de servir para organizar la docencia y la carrera académica del profesorado universitario, se ha convertido en unos de los principales, si no el principal, obstáculo para una verdadera modernización de la universidad española y que, por tanto, habría que buscar un modelo alternativo de organización.

Las áreas de conocimiento se establecieron por primera vez en España en 1984, y definían los distintos “campos del saber caracterizados por la homogeneidad de su objeto de conocimiento, una común tradición histórica y la existencia de comunidades de investigadores, nacionales o internacionales” (R.D. 1988/84). El objetivo inicial que pudieron tener aquellas parcelaciones fue la de tabular el sistema de acceso a la carrera docente universitaria. Un acceso que se venía haciendo en función de las necesidades de cada una de las algo más de 3.000 asignaturas que existían entonces en el panorama universitario español: desde la álgebra que se impartía en las Facultades de Matemáticas y de Ciencias hasta la urbanística-I que se impartía en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura. Una fragmentación académica que, sin duda, dificultaba una gestión eficaz de los recursos disponibles. Pero claro, lo que ocurre con las buenas ideas es que, a continuación, las tenemos que implementar las personas, con nuestros defectos y nuestras virtudes. Así, las prácticas cotidianas extendieron la antigua vinculación de carácter vasallático que existía entre el catedrático de una asignatura y su adjunto, a un colectivo de profesores que, en virtud de esa tabulación administrativa del 84, comenzó a verse y, por tanto, a construir su distintividad como grupo. No sólo se había fragmentado el conocimiento, como dijeron los más críticos entonces, sino que se abortó su propia posibilidad, afirmo yo ahora.

Esta absoluta exterioridad de unas áreas respecto a otras, transformó los campos del saber en nuevos espacios de poder en los que, desde luego, el análisis micro-político de Foucault alcanza su máxima potencialidad. Cada área era, por real decreto, la legítima propietaria de un “objeto de conocimiento” y, en consecuencia, la única capacitada para impartir su docencia, establecer los criterios que debían de cumplir los llamados a su seno y marcar su ritmo de entrada… ahora tú, ahora aquél, ahora ésta, ahora yo. Los neófitos, enculturados a través de sutiles prácticas disciplinarias (en ambas acepciones), naturalizaban el carácter distintivo del grupo y fortalecían sus lazos de unión ante un ambiente que, con cada cambio ministerial, se volvía más hostil.

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