Antonio Miguel Nogués Pedregal

©/2 Antonio Miguel Nogués Pedregal (2016)
Publicado en Eurogaceta, lunes 22 de febrero de 2016

IMG_0630 (800x598)En alguna ocasión he publicado breves análisis sobre la situación de la universidad pública española y siempre he puesto de manifiesto que la universidad necesita urgentemente un cambio drástico que, por supuesto, debe ser de raíz.

Desde mi experiencia como profesor el problema del sistema universitario público español no deviene solamente –como se insiste una y otra vez desde interesados posicionamientos ideológicos—en un sistema de reclutamiento endogámico y en la funcionarización de una parte del profesorado, sino en nuestra incapacidad para encontrar alguna fórmula sensata (porque tabula rasa no es una opción) que nos permita desandar el camino recorrido.

Para lograr este objetivo es importante subrayar que en España, el profesor-funcionario es imprescindible por dos motivos relacionados entre sí. Primero por la demostrada incapacidad de la clase dirigente (políticos, banqueros y grandes empresarios) para desempeñar con decencia social su quehacer ni para mostrar respeto por los discrepantes. Y segundo, porque para que la investigación y la docencia sean actividades que persigan el bien común y no el del Mercado, solo pueden ser financiadas con fondos públicos, ya que solo así se evita el disciplinamiento que siempre pretende el egoísmo de las élites dirigentes en España.

Junto a lo anterior, y considerando que la inversión en I+D+i en España es irrisoria, en la universidad española existe una gran calidad científica y un enorme entusiasmo por lograr que los egresados tengan la formación amplia y sólida que todos queremos. Por esta razón, nadie con un mínimo de rigor puede alegar que la endogamia universitaria es la sola causa de la actual situación universitaria.

Además, seamos sensatos: que un grupo de investigación apueste por personas en cuya formación ha invertido tiempo y esfuerzo y de las que se esperan los mejores resultados, es lógico y, mirado con perspectiva, hasta deseable. Entre otras cosas porque con su trayectoria esa persona habrá demostrado que su saber hacer e interés encajan en una línea de investigación, y que hay sintonía en el plano personal: dos aspectos que fundamentan el desarrollo de un buen quehacer científico en equipo. Confiar en aquellos que demuestran su valía para que realicen un determinado trabajo es una tendencia tan naturalmente social, que resulta del todo punto imposible articular ningún mecanismo de control humano que no sea falible. Por esta razón considero que no debemos perder más tiempo en encontrar fórmulas objetivas (acreditaciones, habilitaciones, tiempos de espera, convocatorias públicas, etcétera) que sirvan para impedir esta práctica, sino consensuar fórmulas de auto-regulación interna que alivien los efectos negativos de esta práctica tan humana como es el confiar en los que ya conoces.

En virtud de la autonomía universitaria lo que podríamos denominar la auto-regulación interna de cada centro se me presenta como una buena solución. Para ello primero sería necesario que el Personal Docente e Investigador (PDI) de cada universidad fuese consciente de esta necesidad; y segundo, que la universidad tenga capacidad para consensuar unos indicadores sobre qué es y cómo se debe medir la actividad docente e investigadora. De estos indicadores consensuados se harían depender por ejemplo, la distribución de los fondos que cada universidad disponga para financiar sus funciones: asistencia a congresos, estancias, intercambios de experiencias docentes, renovación de equipos, publicación y traducción de textos, organización de reuniones científicas, etcétera. Estoy convencido de que desde el rigor y la honestidad científica, los investigadores responsables de cada grupo de investigación o directores de departamento velarían por mejorar los indicadores de su unidad. Desafortunadamente, lograr de manera consensuada estos indicadores es difícil. Bastante difícil diría yo para aquellas universidades en las que no tienen ni costumbre ni procedimientos articulados que favorezcan el diálogo y el consenso. Pero desde luego no es imposible.

De manera complementaria, la implantación de estos índices consensuados en cada universidad ayudaría a contrarrestar las lógicas reticencias que muchos tenemos frente a la imposición de unos criterios de excelencia e índices de calidad de naturaleza anglosajona que ni pertenecen a nuestra tradición académica, ni se corresponden con la exigua financiación que recibe la universidad pública.

Es muy posible que los más críticos con cualquier tipo de auto-regulación, argumenten que estas propuestas trasplantan la lógica del sector privado porque se asemejan peligrosamente a los incentivos de calidad que caracterizan la productividad de lo que, desde la precisa expresión de Sheila Slaughter y Larry Leslie (1997), conocemos como capitalismo académico (cf. Capitalismo académico en la nueva economía. Retos y decisiones; El sistema-mundo del capitalismo académico: procesos de consolidación de la universidad emprendedora; Capitalismo académico y globalización: la universidad reinventada). Sin embargo, si se mira de la manera menos obcecada posible, vemos que la naturaleza de estos indicadores los hace radicalmente diferente de aquéllos. Primero porque esta auto-regulación solo puede ser consensuada por los trabajadores de la docencia e investigación universitarias a través de la elaboración de unos presupuestos participativos, y segundo porque lo que pretenden no es sancionar sino dignificar el trabajo profesional.

Obviamente esto requiere de tres compromisos iniciales. Por un lado, la comunidad universitaria debe reconocer que, quizás escudada en una interesada extrapolación del principio de libertad de cátedra (que debe ser, como el funcionariado, i-rre-nun-cia-ble), se ha opuesto a cualquier tipo de control o rendición de cuentas sobre su actividad. Por otro, debe existir un compromiso de la sociedad por construir la mejor universidad pública de las posibles e invertir –esto es, confiar—los necesarios fondos públicos para su realización. Y por último, los gobiernos y los partidos políticos deben escapar de su mediocridad cortoplacista, entender cuál es su responsabilidad y dignificar con los recursos necesarios la labor de un colectivo profesional de alta cualificación como es el profesorado universitario. Con sueldos de miseria, manteniendo la docencia gracias a la explotación laboral del profesorado asociado y a la auto-disciplina que se imponen contratados y funcionarios, postergando sine die unas carreras académicas precarias y desdibujadas, y una inversión en I+D+i que nos sitúa a la cola de Europa, difícilmente podremos afrontar los retos que tenemos.

Sé que si todos reconocemos nuestra alícuota parte de responsabilidad, es posible mejorar mucho el sistema universitario público español. Solo debemos aplicar ese principio tan europeo como es el de la subsidiariedad y hacer que cada universidad –que es la que mejor conoce sus recursos y el entorno socio-económico en el que se inserta—sea autónoma y responsable para gestionar su propio presente, para plantear su desarrollo estratégico y sobre todo, para ofrecer a la sociedad aquello que le demanda: una sólida formación y una investigación de nivel internacional.