El pasado 16 de octubre publiqué en mi cuenta personal (@amnogues) un tuit con la foto adjunta en el que escribí: «Si algo enseñan las ciencias sociales es que la cantidad no es calidad, ni siempre tiene razón, ni lo justifica todo». Lógicamente, me refería a cómo las cifras de asistentes a las manifestaciones (ejemplos), sirven a las distintas sensibilidades para reforzar –cuando no legitimar– cualquier reivindicación política. Como también administro el tuiter (@culturdesumh) del grupo de investigación del que soy responsable, que a su vez está vinculado [¡las cosas de las TICs!] al feisbuk (Culturdes.UMH) y mediante widget al blog del grupo, pues todo lo que retuitee sale automáticamente tanto en el blog como en el feisbuk, que es donde lo suele leer más gente.
Así las cosas, uno de mis antiguos alumnos al que tengo respeto y estima, comentó en el feisbuk que conociéndome como me conocía, no se podía creer que yo también entrase en el juego de utilizar el nazismo para hablar del procés. Obviando el hecho de que yo no hacía referencia explícita a ninguna situación concreta, mi posición contra cualquier tipo de esencialismo (y por ende de cualquier nacionalismo excluyente) es bien conocida por todos mis estudiantes. Mi respuesta decía así.
Estimado Joan:
Podría escudarme en que no deberías sentirte aludido porque en la entrada del feisbuk no hago ninguna referencia a Cataluña; también podría decirte que al hablar del nacionalismo en abstracto incluyo eso que ahora se llama «españolismo». Pero no, como soy una persona a la que le gusta pensar de manera libre y no sigo ninguna consigna de organización civil o política que pueda adquirirse en una tienda de los 20 duros (¡fíjate qué antigüedad!) o de un argumentario que me llegue vía guasap, pues te voy a resumir porqué esta fotografía me parece una imagen que ilustra perfectamente la sarta de payasadas propagandísticas que adormecen las mentes.
Sí, con la imagen que acompaña esta entrada, estoy diciendo que legitimar una decisión (¡cualquier decisión!) en que una multitud de gente así lo quiere, solo ha provocado degeneración. No, lo siento pero esto no ha sido así, ni nunca será así en una sociedad democrática. La verdad no existe hasta que no la acordamos entre todos. Y solo se puede acordar en el marco del contrato social que nos constituye como sociedad.
Mira Joan, te voy a contar un secreto que he descubierto leyendo, viajando y sobre todo escuchando a gentes de muy diverso origen y condición: las naciones no existen. Tampoco existen los pueblos. De hecho, mucho me sospecho que tampoco exista ningún espíritu que trascienda el presente. No existe la nación catalana, ni tampoco el pueblo catalán. No hay ningún «Volkgeist» que sobrevuele las condiciones de su propia producción histórica. Pero no te azores, tampoco existe la nación española ni el pueblo español. Como tampoco existe el derecho natural. Ni siquiera (y bien que lo siento) existen los Reyes Magos o Papa Noël. De hecho, ¡oh, cielos! tampoco existían los derechos humanos (¡cuánto menos «el derecho a decidir»!) hasta que así lo acordamos entre todos en el seno de la institución (ONU) que creamos para dialogar y para impedir que los nacionalismos excluyentes y expansivos nos llevaran a otro desastre. Mira Joan, todo es mentira hasta que la suma de nuestras subjetividades acuerde la objetividad de su existencia. Pero solo a partir de entonces existe. Todo lo demás es una falacia y una burda patraña para mantener entretenida a las gentes de buena voluntad mientras atravesamos este valle de lágrimas.
¿Sabes cuál fue el gran aporte de la Revolución Francesa? No fue cortarle la cabeza al rey. El gran aporte fue descabezar todo un sistema social que se basaba en la uniformidad de los súbditos y en la legitimidad divina del orden social y político. Todo eso rodó por el cadalso. Apareció el ciudadano como único sujeto histórico y político. Este fue el gran avance. No podemos reivindicar en pleno siglo XXI la existencia de un «Volkgeist» que resulta, desde cualquier punto de vista, totalmente anacrónico y desfasado.
La historia demuestra con cientos de ejemplos que los ánimos exaltados solo provocan desolación y tragedia. Y solo provocan esto, porque los nacionalismos en general, y los excluyentes muy en particular, son siempre perniciosos para la convivencia pacífica de las sociedades. ¿Por qué? Pues porque el pensamiento nacional-fascista es ontológicamente simple y, por tanto, necesita simplificar la realidad hasta la dualidad más grotesca entre nosotros los buenos y los otros los malos. El pensamiento crítico, por su parte, es denso y requiere de algo más que de eslóganes de fácil y rápida digestión por la gente que es interesadamente embrutecida por la propaganda. El pensamiento crítico necesita tiempo para la reflexión. El simple no. Esta sencillez mental del pensamiento nacional-fascista se manifiesta, por ser breve, en dos grandes ámbitos.
En primer lugar, el nacional-fascismo muestra en sus palabras y acciones una naturaleza expansiva basada en la idea de pueblo elegido y del espacio vital («Lebensraum») que este necesita. ¿Es que acaso no se anexionó Hitler los Sudetes checos porque allí había una minoría que hablaba alemán y Austria («Anschluss») porque se consideraba otra «unidad de destino en lo universal»? ¿Es que acaso estas anexiones no tienen similitudes estéticas con la imaginativa reivindicación de unos imaginarios Països Catalans o Euskal Herria?
Y en segundo lugar, porque necesita simplificar al enemigo ‘contra’ el que se construye. Esta reducción al absurdo de la lógica nacional-fascista le niega al contrario su heterogeneidad interna. ¿Es que acaso todos los judíos fueron por naturaleza usureros o culpables de todos los males de Alemania? ¿Es que acaso todos los andaluces somos unos vagos que vivimos del dinero que extraemos de Cataluña? Me jode hasta la extenuación la simplicidad argumentativa del nacional-fascismo que asola los medios de comunicación públicos y privados.
Y me jode hasta la extenuación no porque sea simple, sino porque insultan la inteligencia de todo el mundo cerrando la posibilidad de diálogo con la coletilla: «es que tú no lo entiendes». ¡Claro que lo entiendo! ¡Lo entiendo todo perfectamente! Pero ese argumento tipo Calimero (¡fíjate qué antigüedad otra vez!) denota una falta total de capacidad argumentativa que, ‘in extremis’, llevó a muchos a justificar la solución final («Endlösung»). Las ciencias sociales y las humanidades han demostrado hasta la saciedad que el nacionalismo excluyente que se construye ‘contra’ un enemigo es siempre perverso y nunca ha traído nada bueno. Nunca. No debemos cansarnos de repetirlo: ¡nunca!
Los que miramos la realidad de la manera menos ideológica posible, podemos construirnos nuestras propias metáforas para explicar y comprender el mundo. Por eso, el que te está escribiendo, cuando analiza críticamente los comentarios que aparecen en prensa, escucha a tertulianos y políticos, ve la televisión y lee las noticias, ve que hay un abuso de las parafernalias y retóricas fascistas que no auguran nada bueno ni, desde luego, ayudan a la convivencia pacífica. De ahí que haya recurrido a esta fotografía. Este fascismo estético (y subrayo lo de estético) solivianta a los ciudadanos; crea masa a través de estrategias dirigidas a enardecer; fractura las sociedades de forma no social; renueva en una inagotable secuencia de ceremonias y días históricos la inacabable lista de agravios y afrentas irreparables que mantiene a las gentes ancladas en el pasado. Es que no tiene sentido. Ningún sentido.
Porque como te dije en mi anterior comentario: «ex falso sequitur quodlibet» o sea, «de lo falso (o de una contradicción) se sigue cualquier cosa». Y eso es lo que, desde mi particular perspectiva, está ocurriendo aquí. Creo que todos podemos estar de acuerdo en que el estado democrático es una forma de organización socio-política que no es natural, es decir, que es un producto social construido por las gentes en su devenir histórico sobre un territorio, y que solo existe como posibilidad antes de su propia constitución como tal estado.
Hace varios siglos que sabemos que no hay nada (ni espíritu, ni razón, ni legitimidad, ni esencia…) que preceda al contrato social, salvo que creamos en leyes de origen divino o natural y en que existen los pueblos elegidos. El hecho de que el estado democrático sea una forma de organización socio-política hace que su legitimidad solo pueda provenir del contrato social. Pues bien, una de las particularidades de los contratos, también del social, es que en sus cláusulas debe contener las condiciones de su propia revocación. Claro está, si no se acepta que más allá del contrato social solo existe la ley de la selva (esto es la del más fuerte) y que en consecuencia, yo, por mí y ante mí, hago lo me da la gana, pues me temo que no se puede avanzar mucho.
Es cierto que en España tenemos un grave problema de corrupción política, que hay cientos de sinvergüenzas que han saqueado las arcas públicas, que la propaganda política obnubila a los votantes, que tenemos un presidente que me abstengo de calificar, que existe un desafecto generalizado hacia todo lo común, además de un larguísimo etcétera. Pero eso no convierte a España en un estado represor ni fascista (palabras demasiado grandes que insultan a nuestros mayores); ni en un país en el que no haya garantías procesales, ni en el que no se respeten los derechos humanos (aunque haya errores injustificables —titiriteros–) porque de hecho tú y yo estamos ejerciendo ahora mismo la libertad de expresión; ni en el que no haya libertad de sindicación, etcétera. No se puede negar la mayor (que España no sea una democracia) solo por capricho ya que «ex falso sequitur quodlibet».
Dicho lo cual, espero que más pronto que tarde todos nos demos cuenta de que no hay otra solución que actualizar el contrato social del 78 porque aquel fue forjado en unas condiciones de posibilidad demasiado constrictoras. Pero esto solo se puede hacer en el lugar donde se hablan de estas cosas en democracia, y todos sabemos cuál es. Espero que más pronto que tarde podamos convertirnos de verdad en un estado federal que acepte la posibilidad de independencia de las naciones que lo compongan. Pero será solo entonces. Ni puede ni debe ser antes.
Y esto es así por la sencilla razón de que el fundamento de una democracia es el contrato social que le da carta de naturaleza democrática, y que solo puede ser disuelto a través de sus propias condiciones de disolución o… por la fuerza, claro.