©/2 Antonio Miguel Nogués Pedregal (2018)
Publicado en Diario Información, martes 26 de junio de 2018
He estado varios meses fuera de España. Cuatro para ser más exactos. No obstante, por culpa de las tecnologías de la información y la comunicación, he estado bastante al día de lo que ocurre en mi país. Resulta difícil desconectar. Si bien es cierto que la distancia que imponen otras rutinas y otros ritmos, te hace tomar perspectiva sobre lo que los periódicos y las redes sociales dicen que ocurre. Además, tomas más distancia si como a mí, los años te hacen menos propenso a obcecarte en la verdad.
En uno de los países que he recorrido, tuve la ocasión de visitar una antigua mina de carbón. Cerró en 1994. Algunos mineros se reciclaron, otros emigraron a la capital, aunque la mayoría se pre-jubiló. Sin embargo, cuando se encuentran, todavía se saludan diciendo lo mismo: buena suerte. Es una costumbre de la mina. Los accidentes siempre han formado parte de su día a día y era más importante desearse suerte que dar los buenos días.
El pueblo donde se encuentra la mina apenas ofrece hoy alternativas socio-económicas. Aunque a los mineros lo que les preocupa es que el tiempo borre el recuerdo de la mina y lo mucho que sufrieron en sus entrañas. Quieren crear un museo de la mina para mostrarles a las nuevas generaciones cómo era su vida y también, por qué no, atraer algunos turistas. No quieren que su sufrimiento caiga en el olvido. Por eso estaban interesados en conocer mi opinión. Por eso nos invitaron a un colega especialista en museografía y a mí. Nos hospedamos tres días en un hotelito al que se accedía por una carretera de montaña no apta para conductores noveles.
Visitar esta mina ha sido una de las experiencias más enriquecedoras que he tenido. Desde que cambias tus zapatos por unas botas de agua y unas manos expertas ajustan un casco a tu cabeza, sientes que detrás lo dejas casi todo. Abren la vieja verja y sus goznes chirrían arrancando tus pensamientos más íntimos. La entrada a la mina es una boca que te traga. La oscuridad se adueña de todo en un par de metros, la linterna de tu caso apenas ilumina tus pasos y los ocho grados de temperatura te abrazan la garganta. Entonces sientes cuánto pesa la soledad. Vamos en fila india y en silencio. Solo se escuchan los pasos sobre la tierra. Pum, pum. Pum, pum. Las botas hollan la tierra y las paredes absorben toda la luz que tu pequeña linterna pueda escupirles. Tus pies notan que la tierra ya no suena. En este tramo de la galería hay unos veinte centímetros de agua y las botas chapotean. Plash, plash. Plash, plash. El viejo minero que nos acompaña nos aconseja guiarnos por la vía donde transitaban las vagonetas, para no caer en las cunetas donde la profundidad del agua alcanza los sesenta centímetros. Nuestros pies tantean la vía antes de fijar el paso. Hay filtraciones por todas partes y la calcita lleva decenios mostrando el poder del tiempo. La herrumbre carcome las viejas vagonetas y alguna que otra herramienta que quedó son los pocos testigos de nuestro silencio. Caminar en silencio una oscura galería de tres kilómetros da para mucha reflexión. El viejo minero apenas varía el ritmo de su zancada. Solo veo la luz y oigo sus pasos que intento acompasar de manera infructuosa.
Al llegar a un recodo la luz del minero se detiene. Reúne a la pequeña expedición y nos explica que hemos llegado a la chimenea. Tenemos que ascender. Solo 100 metros. Solo 30 escaleras de mano. Solo una persona en cada tramo. Cada escalera une dos escasísimas plataformas de un suelo de andamio a las que subes solo. La linterna del casco apenas alumbra tus manos, mientras el barro de las botas del compañero que acaba de subir te recuerda que estás en el centro de la tierra. La mano se aferra a un chorreado y mohoso asidero de hierro clavado en la pared que sirve de agarradera en el último escalón. El sudor frío de la humedad te empapa. Las filtraciones de la pared chorrean tu espalda porque la estrechez de la plataforma apenas te permite andar de lado. Cuando llegas a la siguiente plataforma tu compañero ya ha comenzado la ascensión del siguiente tramo y de nuevo estás solo. Solo oyes el silencio que provocan los pasos de los hombres que arañaron los peldaños de cada escalera. Eco de una chimenea húmeda y fría y oscura.
Por fin siento el aire de la galería superior. Los últimos cuatro tramos, me animan. Al llegar a la galería superior, veo que ninguna gota de sudor surca el rostro del viejo minero mientras nos reúne para indicarnos el camino a seguir.
Continuamos la marcha. Una fecha pintada en la pared indica el lugar exacto donde el grupo de investigadores encontró el primer muro que había mantenido la galería cegada durante algo más de setenta años. Quince centímetros de hormigón que dejaron su huella en la pared. Unos metros más adelante, las huellas de otro muro. Apenas un par de metros más y otro muro. Así, hasta siete. Alguien se había esforzado mucho por cegar aquella galería e impedir que nadie llegase a algún lugar.
Al llegar a un recoveco, el viejo minero abrió otra cancela. Esta era nueva y no chirrió. Entró, se agachó, levantó una trampilla como si fuera la bodega de un viejo mercante que hubiese surcado los siete mares y gritó con la fuerza de su índice. Sin palabra alguna, pero con la contundencia de un deíctico silencioso. Me asomé y me retiré sobrecogido. A los más afortunados les pegaban un tiro y quizás, llegaban muertos al fondo del pozo. Los otros eran arrastrados por la reata en la que iban atados por las muñecas. Los asomaban a las fauces de la tierra en hilera de tres o cuatro hombres y mujeres, jóvenes y mayores, y los lanzaban a un profundo e inmenso agujero.
Algunos seguían vivos cuando las paladas de cal quisieron borrar el crimen. El viejo minero nos indicó dónde aparecieron los restos de un pobre desdichado. Nadie sabe cómo consiguió salir del pozo. Quizás el pozo se colmató de cadáveres. De nada le sirvió. Murió asfixiado. O de frío. O de impotencia. Murió arañando el séptimo muro que los vencedores construyeron para mayor gloria de la nueva patria.
No sé qué hicieron aquellos pobres desgraciados durante aquella guerra, ni me importa. Porque no importa quién lleva la razón cuando la razón se pierde. El odio, la venganza y el empecinamiento en la verdad habían mantenido oculto tras siete gruesos muros el sueño eterno de mil quinientas personas.
Los mineros quieren que un museo recuerde su sufrimiento. Mas una capilla en el exterior de la mina ahoga su sufrimiento con el de aquellos otros que siete muros no han cegado.
De vuelta a España sigo leyendo columnas de opinión en los periódicos, escuchando a incendiarios en la radio, y en la televisión, y en los parlamentos estatal y autonómicos; sigo atendiendo a los comentarios de los lectores y coleccionando comentarios de incendiarios anónimos en tuiter.
Poco a poco nos asomamos a las fauces de la tierra.