©/2 Antonio Miguel Nogués Pedregal (2005)
No habría mundo si no existiesen las palabras. Y esto lo saben muy bien quienes lo gobiernan. Existe en la actualidad un grupo de palabras que, además de ocultar la moral con el manto de la rimbombancia (libertad duradera, justicia infinita…), reduce la Realidad a las tensiones económicas: una ‘nueva lengua’ de los negocios en la que sólo los llamados a esa cena escriben sin faltas de ortografía y pronuncian correctamente: downsizing, outsourcing, re-ingeneering, spin-off, management, establishment, off-shore, planning, meeting, etc. Entre todos hay uno que se ha castellanizado sin problema: des-localización (quizás para que nos quede claro a tantos millones de hispanohablantes). Conocemos con este nombre al proceso general por el que una empresa traslada toda o parte de su producción o servicios fuera de las fronteras administrativas del estado en el que tiene su domicilio social y fiscal.
Resolver las consecuencias de este proceso des-dibujándolas como efectos ‘inevitables’ de la globalización, distrae la acción y esconde la naturaleza de un fenómeno que no sólo afecta al aumento de la precariedad laboral en los países ricos mediante talleres clandestinos y ‘contratos-basura’, sino que perpetúa las relaciones de dependencia de los países llamados ‘en vías de desarrollo’. En palabras del pensador latinoamericano Nestor García Canclini la globalización no es sino una reordenación de las diferencias con el objetivo de mantener las desigualdades entre los territorios. Porque, desde una perspectiva histórica, la re-localización (pues no otra cosa es la llamada des-localización: un simple desplazamiento del capital a otro territorios) se vislumbra como otra modalidad de coerción sobre la periferia como antaño lo fueron la esclavitud, el feudalismo, el primer industrialismo decimonónico o el último capitalismo ultraliberal. De aquí que, tras un leve pero serio análisis, la re-localización quede desnuda y aparezca, en primer lugar, como una estrategia ideológica que, inspirada en el evangelio de la competitividad, se materializa en legislaciones laborales que toleran la explotación de niños, mujeres y hombres proscribiendo cualquier modalidad de sindicación que pudiere ir en detrimento de los intereses empresariales, favoreciendo el subasteo a la baja de los salarios, eludiendo las condiciones de salubridad en los talleres, estableciendo métodos carcelarios de control de las trabajadoras y obviando unos mínimos principios de seguridad laboral. La crueldad de este razonamiento abstracto se humaniza cuando recordamos a los trabajadores coreanos que no saben ante quién defender sus condiciones laborales perdidas entre la maraña de subcontraciones, o a las maquilas salvadoreñas o ilicitanas cuando hablan de las empresas ‘sin rostro’ para las que trabajan.
En segundo lugar, como estrategia empresarial, la relocalización impulsa la aparición de unos regímenes fiscales ‘especiales’ que posibilitan la esquilmación salvaje de los territorios. La dependencia económica que genera un crecimiento basado en la explotación de la mano de obra local, obliga a los gobiernos regionales a luchar por atraer a las multinacionales mediante inauditas exenciones de impuestos y tasas, y por embelesarlas con cuantiosas ayudas a la actividad empresarial o a la creación de puestos de trabajo. Un ridículo círculo vicioso que se rompe cuando la empresa, tras agotar las arcas públicas con las subvenciones y sin repercutir fiscalmente ni un céntimo, encuentra otro lugar que brinda condiciones más favorables para optimizar la productividad, y abandona el lugar dejando sólo miseria y paro tras su partida. Pura y simple depredación. Y en tercer lugar, como estrategia política, la relocalización supone otra disciplina (junto al pago imposible de la deuda externa, por ejemplo) para que los gobiernos de países pobres estén por siempre abocados a continuar en una espiral de medidas y ajustes estructurales (flexibilización laboral y reducción del gasto público) que, a tenor de las constantes exigencias del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, no acabará nunca. Es el círculo del vicio.
Desde una perspectiva más política que económica estas son tres de las bárbaras consecuencias de este proceso de re-localización del capital a nuevos territorios. Sin embargo, es el aprovechamiento que hacemos de esas circunstancias lo que nos responsabiliza moralmente del alcance del mismo y es que es nuestro irreflexivo consumo diario –¡y no otra cosa!– lo que perpetúa estas situaciones en Elche, Guatemala o Bangladesh.
Por ello propongo que hablemos de la re-localización siempre con un guión. Una vez despejado el incienso con el que la ocultan sus turiferarios, el guión muestra la descarnada realidad que se esconde porque rompe la coherencia que transmite cuando se escribe como una sola palabra. El guión parte la falsa unidad y muestra que el capital carece de pasaporte, ni entiende de lugares, gentes o nacionalidades. Si escribimos re-localización podremos tener muy presente, como si de un breve caligrama se tratase, que la acción re-localizadora no sólo consigue productos más baratos sino que, sobre todo, fractura territorios, divide grupos humanos, y profundiza en la cisura entre comarcas ricas y pobres.
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